Empezó llamándome “tontita”, luego encontró la forma más deliciosa de llamarme: “pendeja”, porque decía que sonaba gracioso. Algunos de sus amigos nunca supieron mi nombre, yo era “la vieja pendeja ésta”, y así me conocieron, nunca pude contradecirlo frente a ellos, él era el hombre, y yo buscaba un mejor momento, a solas le pedía que no lo dijera más, y prometía hacerlo. “Babosa, ven”, –decía– “¿ves? ya no te dije pendeja”.
Sus labios hacían una mueca de risa al decirlo; yo siempre recordaba que él lo mucho que me hacía sonreír… la pasábamos tan bien juntos… la mayor parte del tiempo estaba contento y tranquilo, todo un caballero, me daba mi lugar en la calle, me abría la puerta del carro, me cedía el paso, me esperaba, me cuidaba. Sin motivo me daba una flor, y yo me derretía como babosa en sal, me le colgaba al cuello y ahí quería estar siempre, que me dijera una y otra y otra y otra vez que me quería, y yo fantaseaba preguntando “¿hasta dónde?” y le creía.
Él no era malo, nunca lo fue, me quería mucho, pero le costaba expresarlo, y esa era su forma de quererme. Yo sabía, lo sabía, siempre lo supe, que cuando era niño había sufrido mucho, y por eso a veces le era tan difícil decir “te amo”, yo lo sabía, por eso a veces entendí que si se le pasaba la mano y me golpeaba, era porque se sentía triste y necesitaba de mí más apoyo y que yo lo amara como nadie lo quiso nunca. Cuando pasaba su rabia y ya dormía, me acercaba a la cama y me abrazaba a él, aún con el dolor de los golpes que habían llovido sobre mí, rodeaba su mano en mi cintura y permanecía ahí en silencio. Al día siguiente, otra flor.
Extraño el sabor de sus labios (aunque ya no me gustan las flores), el idilio de sus palabras que me plegaban y desdoblaban llevándome a paisajes de piano y violines en fuga, de voces corales y sueños empapelados listos para ser desenvueltos, a planetas que nunca había visto ni soñado, éramos los dos, era nuestro mundo inventado y perfecto sólo para nosotros, donde no cabía nadie más, silencio lleno de ternura y de amor. Si, de amor.
Se lo dije jugando, se lo dije sonriendo: no me muerdas, me duele, y él dijo que no lo haría más. Aquella vez yo no quise, pero él estaba arriba y su peso no me dejaba moverme… era un juego donde yo me resistía y él jugaba a vencerme con fuerza, con sus piernas me atenazaba y con sus manos me esposaba. Cuando no pude respirar me dio miedo, me puse perra y le dije que no, que no, ¡que no!, pero sus ojos estaban blancos y abstraídos, y miraba sin ver, fugado hacia un mundo infinito lleno de viejas que ladraban entre él y yo; como poseído, no dejaba de morderme, y yo luchaba perdiendo fuerzas, ya no podía decir más que… ¡No! ¡No! ¡No! Pensé entonces en no luchar, tratar de encontrar para mí misma el éxtasis que él hallaba, cuando de mis pezones salió sangre y tuve miedo, pero no podía hacer nada. Luego se vino en mi boca, y tosí casi ahogándome, y como si entonces volviera a ser el mismo, sólo dijo “perdón”, y se fue. Ni siquiera me miró.
Me sentía confundida, no humillada ni violada, no. Yo no era una vieja pendejeta de telenovela que se dejaba golpear, yo no era la María sufrida, esos papelitos no iban con ésta vieja, puta sí, pero de las de ochocientos, no para cualquiera, que se había ganado la vida sola sin ayuda de nadie. Pero ahora no sabía qué sentir, no, eso no era una violación, eso es exagerar, a fin de cuentas era un juego, no, no iba a pasar a más.
Tuesday, March 3, 2009
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